viernes, julio 21, 2006

EN UN NIÑO EL DOLOR DUELE MÁS

No es una travesura gramatical sino otro sádico ítem en la estadística de lo absurdo: hay niños que conocen en el fuego antes que el juego.
Lucero, por ejemplo, tenía dos semanas de nacida cuando esa vela maldita cayó encima de su cuna y el dolor se incubó en el 12% de su cuerpo; vivía en Ayacucho y desde allí le trajeron con quemaduras de tercer grado o, en términos clínicos cotidianos, con los tejidos destejidos. Lo mismo que su estado de ánimo. Y de Ayacucho trajeron también a Jefferson , que recién había nacido cuando se incendió el 100% de su casa y el 20% de su cuerpo. Ambos están recuperados (en un decir) y hoy juegan a que son grandes (también es un decir, porque son pequeños) amigos y paisanos y las sonrisas portátiles del pabellón de pacientes quemados del otrora Hospital de Niño.
El paisaje auditivo tiene aquí tres estaciones marcadas: si se escucha llantos ahogados es porque hay niños en la sala de operaciones; si se escucha reggaetón o las melodías Taif de Barney es porque los niños están en la sala de juegos, y si se escucha correteos y risotadas es porque Lucero y Jefferson están persiguiéndose y turnándose los juguetes y mirándose sin saber exactamente qué paso con sus rostros. O con sus vidas. Y las camas; en estas habitaciones múltiples las camas son murales donde cuelgan los identikits de olor o aquellas silueta de los niños con marcas de plumón rojo ahí donde el paciente sufrió las heridas, al lado de indicaciones tan básicas y rústicas como “no abrochar pañal”, “sacar férula izquierda”, “acostar de costado” o “solicitar presencia de materiales”. Podría agregarse una: “disimular la pena”.

LOS PACIENTES: LOS TRAUMAS

No me quemes. Pero solo lo están bañando. No me quemes. Pero solo le están dando su leche tibia. No me quemes. Pero solo ha tenido una pesadilla.
La quemadura- con líquidos calientes, incendios o descargas eléctricas – de un niño es más que un fenómeno físico en el que la materia se transforma y se difumina. Es el niño queda traumado, es la madre apuñalada por los remordimientos, son los padres que se recriminan entre sí, es el niño que jamás le echaría la culpa a la madre aunque la tenga – estos patrones se repiten siempre. Pero hay otros peores: hay padres que dejan a sus hijos, pero solo los dejan. Entonces la enfermedad se propaga en el (des) ánimo de una niño que ve cómo a sus compañeros de habitación sus madres les dan de comer en la boca y a ellos las enfermeras, que son enfermeras y son cariñosas y son amables, pero no son sus madres. La comida no sale igual.

Otro punto de quiebre anímico aparece cuando el paciente se reconoce, se ve a sí mismo – como Borges: Me pregunto que azar de la fortuna / hizo que yo temiera a los espejos – y entonces las recaídas de una adolescente se concentran cuando ve que no tiene uñas que pintarse ni pestañas que rizarse ni cabello para peinarse, y nuevamente los gritos y susurros. Estoy fea, nadie me va querer a sí. Retomar este punto a veces significa empezar desde cero.

LAS VOLUNTARIAS: EL AMOR

Es aquí cuando aparecen esas madrinas sin varita pero con chompa roja y falda blanca y alma blanca, que se reparten entre labores de apoyo a los padres, compañía para los niños, ayuda en la naturaleza kafkiana de los trámites, apoyo a las enfermeras, la entrega de botiquines a precios simbólicos (para consultas externas) y gratuitos (para internos), y la tradicional colecta anual que se realiza en días como hoy. Es que ser voluntaria en este hospital significa ser más que una simple voluntaria.
Significa ser cocinera: nosotras mismas servimos el desayuno, un poco de leche, pan con mantequilla o con mermelada si es que hay mermelada.

Significa ser enfermera: Hay niños que lloran porque su madre ni viene, y nosotras ayudamos a darles de comer, a hacerlos dormir, a entretenerlos.
Significa ser ambulante: vendemos ropa donada a un sol, dos soles, pero algunos se aprovechan y la compran para revenderla a un precio mayor en los mercados.

Significa ser víctimas de la estafa: En las colectas mucha gente sale con alcancías falsas y nos quita apoyo. O del olvido: desde el extranjero toda la colonia peruana apoya al hospital de Neoplásicas, pero del Hospital del Niño nadie se acuerda.

Y significa ser madres: ¿Qué sucede, vida mía? / ¿Qué sucede corazón?, le canta Pilar Núnez del Prado al pequeño Jean, de 1 año 3 meses y con quemaduras en los pies, que no deja de llamar con gritos a su mamá y que deberá esperar hasta la hora de ingreso de los padres, poco antes de este mediodía de pollo al horno con puré, arroz y sopa de fideos con vista a la avenida Brasil.

LOS DOCTORES: EL SACRIFICIO

Aquí va una metáfora clínica del pediatra Benjamín Pimentel: Cuando una persona se quema, la sangre se va quedando sin fluidos; es como un caldo de verdura al que le quitan el caldo: todo se espesa. Olvídese del caldo de verduras y regresemos al niño: la sangre tiende a la coagulación, el shock, la muerte. Entonces hay que actuar rápido.
Un paciente quemado –explica Pimentel, curtido ya en caso de pacientes quemados- recibe primero tratamientos hidratantes, luego los calmantes y recién después la curació de la heridas. Y en la curación de las heridas no termina todo porque estas quedan expuestas a las bacterias del propio cuerpo y por eso las salas de este pabellón – reconoce-no son óptimas por que albergan a muchos niños, aunque no hay más espacio, así que ni modo. Pero lo peligroso es que, -advierte-las muertes en este pabellón ocurren más por infección que por las heridas mismas. En casos extremos –lamenta-, es poe falta de donativos de sangre o porque el tratamiento es demasiado costoso o porque hay poca piel con la cual realizar los injertos.
Cada año ingresan a dicho pabellón unos 300 niños, según los promedios de la doctora Marga Callupe. En estos días hay 21 pacientes de entre 0 y 12 años. El promedio de niños que no sobreviven bordea el 5% por año.

LOS NIÑOS: EL DOLOR

Pero muchos sobreviven y eso es lo que importa, aunque la supervivencia tenga distintos matices.
Y ahí están, algunos amarrados a sus camas o a sus traumas. Esta Bertha (4 años), que pega pedacitos de papel en un papel más grande, como una representación lúdica de lo que hicieron con su cuerpo al injertarle su propia piel. Esta el pequeño Roberto (2 años y 7 meses) en la cama 611 con el 40% del cuerpo que se quemo con agua hirviendo y que ahora requiere anestesia permanente. Y el pequeño Miguel (1 año y 10 meses) como una postal viva de dolor humano, con el 35% de su cuerpo quemado, también con agua, y que ahora no puede abrir los ojos sino solo tantear sonidos porque sus parpados se quemaron y habrá que injertarle piel de la ingle. O la sonriente Nayeli (2 años y 8 meses), que se quemo el pecho con el emoliente derramado que también hirió a su madre.

O Yair (3 años), que un mal día entro a la cocina donde su mama Mercedes preparaba un chocolate caliente que el niño no tomó pero sí sintió e las piernas, y que provoco que le injertaran piel de cerdo como una dermis temporal. Pero ya eso pasó, el niño esta mejor, ya le darán de alta, incluso su madre ya puede sonreír para una foto.

1 comentario:

  1. Anónimo12:44 p. m.

    Hace muy poco lo he vivido, con mi niño lindo de 4 años. Gracias a Dios y al profesionalismo de la Dra. Callupe todo va muy bien.
    La labor de gente como ellos es casi venerable; buscan el alivio de angelitos que no saben porque estan así. QUE DIOS LOS BENDIGA y tengan por seguro que estará mi humilde aporte en cada oportunidad que pueda.
    Esos angelitos siempre recordarán a quienes estuvieron a su lado para aliviarlos.

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